La madrugada del 11 de septiembre fue testigo de un momento cargado de emoción en el Aeropuerto de Ezeiza: diez argentinos deportados por el gobierno de Estados Unidos se reencontraron con sus familias.
Los abrazos, las lágrimas y los relatos desgarradores marcaron la llegada de quienes aseguran haber sido expulsados injustamente.
Mario Robles, de 25 años, fue detenido a minutos de ingresar a San Antonio, Texas. Vivía en México desde los 18 y viajaba por el “sueño americano”. “No matamos ni violamos. Fuimos por una oportunidad”, declaró con bronca. Estuvo dos días detenido y agradeció la intervención de Cancillería, que evitó una prisión prolongada.
Otro caso es el de Matías García, quien emigró en 2001 y tenía su vida establecida en EE.UU. con trabajo, hijos y permiso laboral hasta 2030. Fue detenido durante un trámite migratorio y denunció racismo institucional: “Están partiendo familias a la mitad. Esta gestión de Trump es una página negra en la historia de EE.UU.”.
Muchos deportados evitaron hablar con la prensa, pero repitieron una frase que se volvió símbolo del reclamo: “No somos criminales”. La situación expone el endurecimiento de las políticas migratorias y el impacto humano de las decisiones gubernamentales.